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Cristian quería brillar. Ambicionaba iluminar al mundo con su resplandor; ser aplaudido, aclamado y homenajeado.En las interminables noches de delirio, soñaba que era asediado por las multitudes a la búsqueda de un autógrafo y se imaginaba rodeado por lindas chicas. Se veía sonriendo a las cámaras, deslumbrado por las luces y saludando a sus admiradores.
Su sueño se hizo realidad. Pero, el deslumbramiento duró poco. Fue una estrella fugaz tragada por la oscuridad y consumida por la brevedad del tiempo.
¡Cuántas estrellas como Cristian brillan en esta vida! Unas, más; otras, menos. Aplaudidas, aclamadas, casi idolatradas. El tiempo elimina su brillo y, a veces, ni siquiera sobran recuerdos.
La tragedia de Cristian fue creer que podía brillar sin respetar fronteras ni límites. Pensó que podía volar como un águila sin tener alas, o bucear durante horas como un delfín siendo apenas un hombre. –Soy más yo –acostumbraba decir.
Y vivió sin respetar las reglas de la vida: “Abajo las prohibiciones”. “Cada uno decide lo que es bueno para sí”. “Hagamos el amor, y no la guerra”. En fin, proclamó la propia libertad; pero despertó, una mañana sombría, en el lecho de un hospital, sentenciado a muerte, consumido por el virus traicionero del sida.
Un día conocí al padre de Cristian. Adolfo era un cristiano fiel. Aceptó a Jesús en la hora del dolor. Abrió su corazón a remedio para su hijo amado. Oró mucho, clamó al Señor esperando un milagro. El propio Cristian abrió el corazón y, arrepentido, le pidió perdón a Dios por la forma desastrosa en que administraba la vida. Pero la muerte llegó implacable, cabalgando sobre el tiempo.
A dos años de la muerte de su hijo, Adolfo todavía se preguntaba:
–¿Por qué Dios no restauró la salud de Cristian? Él ¿no es amor?
¿Dónde están sus promesas de perdón y redención?
Adolfo necesitaba entender la dimensión del carácter protector de Dios. Nadie ama como él. Los padres humanos cuidan de sus hijos pequeños y los protegen cuando corren en una calle llena de tráfico o cerca de una vía de tren. Para los niños, no existe el peligro. Ellos no tienen conciencia de los riesgos. Por causa de esto, los padres, con bastante frecuencia, establecen reglas: “Hijo, aquí no”. “Allí es peligroso”. “Solamente puedes jugar en este espacio”. “No cruces la calle sin mirar hacia los dos lados”.
Reglas, ¿entiendes? Ellas no existen para cohibir la libertad: son, en realidad, una expresión de amor. Los padres aman a los hijos y, justamente por eso, desean verlos crecer sanos y salvos.
Anhelan conservarlos seguros y protegidos. La misma cosa sucede entre Dios y el ser humano. Llevados por sus instintos, sus hijos se crean problemas a sí mismos, y Dios, que los ama, establece reglas para mostrarles el camino seguro con el propósito de evitarles dolores y sufrimientos. La ley es una cerca protectora del amor de Dios.
Constantemente encuentro cristianos maravillosos que creen que los Mandamientos de Dios fueron dados para las personas del Antiguo Testamento. Ellos imaginan que las ordenanzas divinas no se aplican más a quienes vivimos bajo su gracia. Por otro lado, existen cristianos que creen que pueden alcanzar la salvación por guardar mandamientos.
¿Cuál es el punto de equilibrio?
El tema de la ley y la gracia parece contradictorio. Sin embargo, no es lógico colocar la ley de Dios contra su gracia. Dios es el autor de la ley y también la fuente de la gracia. Y en él no existe contradicción.
–¿Por qué los adventistas del séptimo día hablan tanto de la ley? –me preguntó Adolfo un día, mientras conversábamos acerca de los resultados de la salvación en la vida del cristiano.
–No solamente los adventistas del séptimo día –le respondí–. La ley es mencionada 223 veces en el Nuevo Testamento, mientras que Dios, buscando  la gracia es mencionada, apenas, 184 veces. No existiría la gracia si no existiese la ley. Las dos nacieron en la mente divina.
–¿De veras?
–El apóstol Pablo declara que “en lo que atañe a la ley, esta intervino para que aumentara la trasgresión. Pero allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, a fin de que, así como reinó el pecado en la muerte, reine también la gracia que nos trae justificación y vida eterna por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Romanos 5:20, 21).
La expresión: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”, ¿necesita alguna explicación
adicional?  La gracia es la solución para el pecado.
–¿Por qué el pecado haría sobreabundar la gracia?
–Jesús murió en la cruz para salvar al pecador arrepentido. El pecado manifestó la gracia. Jesús jamás habría muerto si no existieran pecadores que necesitan la salvación. Eso es lo que declara el apóstol Pablo: “A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo señalado Cristo murió por los malvados. Difícilmente habrá quien muera por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una persona buena. Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros”(Romanos 5:6-8).
La existencia del pecado demandó la gracia.
( Esta historia continuará.... )

                                              Tomada de:  La Única Esperanza de Alejandro Bullon.

JOHN CARLOS SOTIL LUJAN 

DIRECTOR DEL WEB BLOG - REFLEXIONES PARA VIVIR

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